Las intrigas, los escándalos
financieros y la peleas de poder lo llevaron a abdicar.
El papa, rodeado por Angelo Sodano,
exnúmero dos de Juan Pablo II y Tarcisio Bertone el secretario de Estado que
nombró, en una cena en el Vaticano. Los dos prelados estaban enfrentados en una
batalla sin piedad por el poder y el dinero de la Santa Sede. Su pelea
explica en parte la decisión de Ratzinger.
El 19 de abril de 2005 el Espíritu
Santo se posó sobre Joseph Ratzinger. Aunque no quería, el Señor lo escogió
para que se volviera Benedicto XVI, el heredero de San Pedro. Le dio el don de
la infalibilidad, un rebaño de más de 1.000 millones de católicos y el poder
absoluto sobre el Vaticano. Pero la semana pasada Ratzinger abandonó su
condición para volver a ser un ser humano más. ¿Por qué lo hizo?
Nadie puede negar que el papa esté viejo. Pero aún no es un enfermo a punto de naufragar como llegó a serlo Juan Pablo II y en su última misa el pasado Miércoles de Ceniza dejó claro que no se iba solo por su salud. Encorvado y demacrado, con una casulla violeta y su pesada tiara, le dijo a los feligreses en
¿A quién acusó el papa? Dejó los
nombres en la sombra, pero las guerras de religiosos en el Vaticano son vox
pópuli. Hay molestias por su gestión en los escándalos de pederastia, pues dejó
de ocultar los pecados, pidió perdón y prometió entregar los culpables a la Justicia de los hombres.
Pero la riña es sobre todo por el trono
y el oro de San Pedro. Muchos vieron a Benedicto XVI como un papa de
transición, que solo iba a administrar el legado de Juan Pablo II. Había que
preparar el terreno para heredar las llaves del Vaticano. Desde entonces hay
una guerra feudal en la que se enfrentan la vieja guardia encabezada por Angelo
Sodano, exnúmero dos de Juan Pablo II y el ala de Tarcisio Bertone, temido
secretario de Estado, amo de la diplomacia y señor de las finanzas. Y como
siempre, el dinero es el nervio de la guerra. Ese codiciado botín es el que
Benedicto XVI quiso combatir.
Monseñor Carlo Maria Vigano, doctor en
Derecho Canónico y Civil, fue uno de los elegidos para desinfectar el
presupuesto. Nombrado en 2009, convirtió en menos de un año un déficit de 8
millones de euros en un superávit de 34 millones, recortó costos y centralizó
las cuentas. Pero la transparencia no fue del gusto de todos y en 2011 fue
nombrado nuncio apostólico en Estados Unidos. Un puesto lejano, muy lejano de
Roma, que depende directamente de Bertone.
Unos meses después el periodista Gianluigi
Nuzzi divulgó varias cartas que exponían el detrás de bambalinas del traslado a
Washington. El prelado le escribió al papa que descubrió irregularidades en la
contratación, favoritismos a ciertas empresas y una “corrupción y prevaricación
arraigadas desde hace mucho tiempo en el Vaticano”. Advirtió que “mi partida
provocaría inquietud y desánimo entre aquellos que creyeron que sería posible
sanar la corrupción y las malversaciones” y que entendía su exilio como “una
condena a mi trabajo y un castigo” por sus manejos limpios.
El experimentado banquero Ettore Gotti
Tedeschi, miembro del Opus Dei, era el otro cruzado de Benedicto XVI para
ordenar las finanzas. En 2009 lo nombró director del Instituto de Obras
Religiosas (IOR), el banco del Vaticano, para convertirlo en una institución
que se ajustara a los cánones europeos de transparencia. El banco de Dios tiene
cuentas de miembros del clero, diplomáticos, trabajadores del Vaticano y un
puñado de privilegiados que buscan a como dé lugar el silencio que garantiza
sobre sus transacciones. Ha sido investigado por lavado de dinero.
Pero, a pesar de la confianza que le
tenía el papa, Gotti Tedeschi resultó desterrado del Vaticano con una
fulminante campaña de desprestigio. La junta directiva del IOR, encabezada por
monseñor Bertone, lo acusó de graves faltas profesionales, de tener “un
comportamiento excéntrico” e incluso enviaron a un psicólogo para que lo
evaluara a sus espaldas. Acabaron con Gotti, con su carrera y su honra. En
palabras del diario El País, “lo decapitaron con guantes de terciopelo”.
Pero el banquero de Dios pronto se dio
cuenta que no solo su renombre estaba en juego, sino también su vida. A varios
amigos les envió información confidencial del IOR, con la orden de publicarlas
si le pasaba algo. Escribió: “Si me asesinan, aquí dentro está la razón. He
visto cosas en el Vaticano que asustarían a cualquiera”. Gotti convivía con la
paranoia, estaba rodeado de escoltas y hablaba de un complot masónico. Por eso,
en junio pasado, cuando la Policía
llegó a su casa, creyó que lo iban a matar. Con alivio, vio que “solo” era una
redada y le dijo al capitán que lideraba el operativo “¿Vienen a hacer un
registro? Pensé que me iban a pegar un tiro”.
Las autoridades encontraron documentos
que probaban operaciones ilícitas de todo tipo en el IOR. Según medios
italianos, Gotti descubrió que el banco amparaba multimillonarias cuentas de
“políticos, intermediarios, constructores y altos funcionarios del Estado”. Y
aún peor, que Matteo Messina, el nuevo capo di tutti capi de la Cosa Nostra , tenía
testaferros en el IOR. Gotti tenía además una lista de “enemigos internos”, al
parecer encabezada por Bertone. Dijo que “pagué por mi transparencia” y que su
calvario empezó “cuando pedí información de las cuentas que no estaban a nombre
de prelados”. Cuentas que guarecen los secretos más oscuros de Italia.
No era la primera vez que estallaban
escándalos en el seno del IOR. Sus vínculos con la mafia, sus transacciones
oscuras, fraudes masivos y la muerte misteriosa de algunos directivos hacen
parte de la leyenda negra del Vaticano. Benedicto XVI fue tal vez el primero
que quiso hacer una verdadera reforma. Pero como lo mostraron los vatileaks,
esos documentos robados por su mayordomo Paolo Gabriele y filtrados a los
medios, el escogido de Dios se enfrentó a algo más grande que él: la codicia,
la sed de riquezas y la corrupción.
Quedó claro que Bertone no le hacía
caso y que en la guerra por el poder a algunos no les importó pisotear su
liderazgo con tal de sacar a Bertone del medio. Pero los vatileaks sobre todo
revelaron la soledad del papa y su incapacidad por limpiar los pecados del
Vaticano. Como escribió el periódico L’Osservatore Romano, el pontífice era “un
pastor rodeado de lobos”.
Joseph Ratzinger tal vez no era el más
indicado para liderar esa cruzada. Intelectual e introvertido, no quería ser
sumo pontífice y soñaba con una jubilación tranquila. Como él mismo dijo:
“Hasta cierto punto, le dije a Dios ‘por favor, no me hagas esto’.
Evidentemente, no me escuchó”. Y le tocó enfrentarse a ambiciones voraces.
Hombre de contados fieles, con los vatileaks se fue quedando cada vez más solo.
Sin Gabriele, su fiel servidor, sin Bertone, su mano derecha que no le obedecía
y sin poderosos cardenales, que le rogaron más de una vez sacar a Bertone.
Siempre se encerró en la misma frase: “Yo ya soy un papa viejo”.
Benedicto XVI necesitaba una decisión
radical para proteger a su Iglesia, para asegurarse que sus reformas sobre la
pederastia y las finanzas sobrevivieran a su papado, y para que las divisiones
no llevaran al Vaticano a una guerra abierta entre dos bandos. Sabía que a sus
espaldas Bertone y Sodano ya preparaban el próximo cónclave. Por eso abdicó, la
decisión más extrema de todas, pero la única que acaba con las batallas. Así
eliminó el liderazgo actual del Vaticano, el suyo, el de Bertone, el de Sodano.
Casi como un sacrificio, una crucifixión, un martirio para salvar a su Iglesia
y alistar todo para que el próximo profundice su camino.
Como le dijo a SEMANA el vaticanista
Paolo Rodari de Vatican Insider “abdicó para dejar a su sucesor la tarea de
reestructurar la Iglesia.
No pudo limpiar el Vaticano como hubiera querido y ahora le
dejó la vía libre a alguien más fuerte”. Consciente de eso, dejó todo atado
para que su obra continúe. Aunque dijo que “permaneceré escondido para el
mundo”, más de 50 por ciento de los cardenales que elegirán el nuevo papa
fueron nombrados por él. Y mientras esté vivo, es difícil pensar que no vaya a
tener ninguna influencia sobre su heredero.
Autor: AFP