El ‘smartphone y la tableta invaden todas las esferas de la vida cotidiana.
Además de sus múltiples virtudes, los dispositivos electrónicos han conseguido
atomizar a la sociedad y ahora estamos cada vez más solos.
El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su inquietante ensayo titulado
¿Qué es un dispositivo?, llega a la conclusión de que hoy tenemos “el cuerpo
social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la
humanidad”. Esa docilidad y esa cobardía que Agamben percibe está relacionada
con los teléfonos móviles y con las tabletas a las que vive conectado un
habitante común del siglo XXI.
Pero estos aparatos electrónicos, que son el punto en el que termina el
ensayo, no son más que la evolución de los dispositivos que han modelado el
comportamiento y los destinos de la humanidad desde hace siglos. ¿Qué es un
dispositivo? Agamben echa mano de las ideas de Michel Foucault, de Jean
Hyppolite y de Hegel para establecer que el dispositivo es eso que tiene “la
capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y
asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres
vivientes”, y esto incluye no solo las instituciones como la escuela, las
fábricas, la religión, la constitución y el manicomio.
También son dispositivos “la pluma, la escritura, la literatura, la
filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los
teléfonos móviles y —por qué no— el lenguaje mismo, que quizás es el más
antiguo de los dispositivos”. En suma, Agamben divide al mundo en dos grandes
clases: los seres vivientes y los dispositivos, que forman una intricada red
que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace pensar, reaccionar y conducirnos
de una manera determinada, aun cuando nosotros estemos muy convencidos de nuestra
originalidad.
Pero el filósofo italiano termina su ensayo precisamente en cuanto aparecen
el smartphone y la tableta, que han venido a revolucionar, y a multiplicar de
manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado desde el principio de
los tiempos, pues ninguno de estos, ni las fábricas ni los manicomios ni el
cigarrillo ni la agricultura, han sido tan invasivos, ni han gozado de tanta
impunidad como las tabletas y los teléfonos móviles, que son también, a su vez,
dispositivos, y que invaden absolutamente todas las esferas que conforman la
vida cotidiana de un individuo.
Además, invaden, a diferencia de aquellos dispositivos altamente invasivos
como la religión, o las dictaduras, o el capitalismo rampante, de manera
rigurosamente personal, más bien de forma personalizada, en un permanente y muy
íntimo tête à tête con el usuario de la tableta o el teléfono. Y no hay que
dejar de lado otra diferencia con los dispositivos invasivos, la de que el
usuario tiene en alta estima a su aparato electrónico, lo lleva a todos lados,
no puede vivir sin él, lo ama y le preocupa que su aparato envejezca y caiga en
desuso, le preocupa no estar al día, le agobia que su dispositivo no sea
ventana suficiente para mirar, y empaparse, de todos esos millones de
dispositivos que son las páginas web, las redes sociales, las aplicaciones que
sistematizan y propagan los millones y millones de dispositivos que están ahí
palpitando, a un solo clic de distancia, listos para que el usuario voraz los
consuma, los digiera y, a la postre, se deje conformar por estos.
Antes de los teléfonos móviles, y de los ordenadores, el individuo
gobernaba mejor su relación con los dispositivos, tenía espacio para
reflexionar, la información se administraba con una velocidad de escala humana;
hoy la escala es la velocidad de la luz y en ese batiburrillo de pronto el
planeta entero, como sucedió hace unos días, debate si el vestido que llevaba
una señora a una boda era blanco y dorado, o azul y negro. ¿La discusión sobre
el color del vestido era importante?, seguramente no, pero era la que con más
fuerza entraba por los aparatos electrónicos y esto nos da una idea de la nueva
jerarquía que establece el siglo XXI.
Tiene razón Giorgio Agamben cuando dice que nunca en la historia de la
humanidad la sociedad ha sido tan dócil y tan cobarde, quizá porque nunca
habíamos consumido tantos dispositivos, estamos permanente distraídos, con la
atención puesta en demasiadas cosas simultáneamente y eso nos hace vulnerables,
hemos abierto demasiadas puertas y la atención que requiere atenderlas a todas
nos va condenando poco a poco a la individualidad, nos va convirtiendo en
individuos que se bastan a sí mismos, que pueden prescindir, cada vez con más
confort, de la vida en comunidad.
Los teléfonos y las tabletas, además de sus múltiples virtudes, también han
conseguido atomizar a la sociedad y quizá por esto, porque estamos cada vez más
solos somos hoy más dóciles y más cobardes. Y en esa rotunda soledad a la que
nos invita la tableta, estamos expuestos permanentemente al discurso oficial de
este milenio, que es el de la preocupación de los Estados por la salud de sus
ciudadanos, y la preocupación de las familias por la salud de sus individuos;
vivimos bombardeados por millones de dispositivos que nos hacen ver, con una
insistencia francamente sospechosa, lo perjudicial que puede ser fumar, beber
alcohol, consumir grasas saturadas, no hacer ejercicio; una batería de
dispositivos del miedo al envenenamiento corporal, a la decadencia física, al
peligro, que atemorizan al individuo y que, seguramente, tiene que ver con eso
de que somos el grupo humano más dócil y más cobarde que ha producido la humanidad.
Observemos, desde nuestra individualidad atómica, lo que ya ha pasado, en
este siglo que apenas comienza, con el acto de sentarse a mirar la televisión,
que en el siglo XX sustituyó al acto colectivo de sentarse alrededor del fuego;
el televisor estaba en el salón y la casa gravitaba entorno a él, como también
pasaba con el tocadiscos: la tele y la música eran dos grandes pretextos para
convivir con el otro.
Hoy este paisaje doméstico ha sido erradicado, se ha atomizado, cada
individuo mira lo que quiere en su tableta, en su habitación y en solitario y,
el aparato de televisión, que se parece cada vez más a un monitor de ordenador,
o a una pantalla de cine, subsiste gracias a las películas y a los partidos de
fútbol, los dos espectáculos que son capaces, todavía, de congregar a un grupo
de personas que atiende a una sola propuesta. Desde luego que la tableta tiene
enormes ventajas sobre la televisión, no está sujeta a un horario, se puede
hacer una pausa o repetir una escena, se pueden ver producciones de todo el
mundo y puede evitarse la publicidad; pero estas contundentes ventajas solo lo
serán de verdad si somos conscientes de lo que esa misma tableta nos ha
arrebatado.
La imagen que ilustra de verdad la atomización que producen estos aparatos
electrónicos, es la del individuo que escucha música enchufado a unos cascos.
La calle está llena de gente que lleva cascos, cada vez más ostentosos, y que
con frecuencia van cantando la canción que solo ellos oyen; van atendiendo
parcialmente los accidentes del camino y transmitiendo a los que se topan con
ellos, el mensaje que pretendo atrapar desde que comenzaron estas líneas: aquí voy,
en medio de la multitud, completamente solo.
Pensemos en lo que era escuchar música en el siglo XX, era el acto
colectivo por excelencia, se ponía un disco que oían los demás y la obra
musical generaba una conversación, un intercambio de ideas, una convivencia,
cosa que todavía puede hacerse hoy pero que ya ha caído en desuso, porque lo de
hoy es lo atómico, el individuo solo con sus cascos. Y como complemento de esta
nueva tendencia, también la música se ha atomizado, ya nadie escucha un disco
completo, la música se vende por canciones, a pedazos.
Pensando desde la paranoia, parece que alguien se ha puesto a aplicar
aquella máxima de divide y vencerás, o mejor: atomiza y tendrás una multitud de
individuos solitarios, dóciles y cobardes.
Jordi Soler
http://elpais.com/elpais/2015/03/16/opinion/1426529697_159621.html