Con el sol golpeándome de lleno me era imposible ver el rostro del hombre
que grabaría mi ejecución. Vestía totalmente de negro, como el verdugo, pero al
contrario que este no cubría su cara con ningún turbante.
Pese a que traté varias veces de desentrañar sus facciones y de buscar el
contacto de sus ojos con los míos, no logré más que adivinar una barba poblada
y una nariz aguileña. No dejaba de dar órdenes a mi ejecutor con muy malos
modos, como un director de cine atribulado. Recé para que fuera rápido y para
no sentir el filo del cuchillo rebanándome el gaznate. Me aterraba eso, más que
la propia muerte.
A pesar de estar drogado, había vomitado de camino al improvisado patíbulo,
un alto en mitad de un pedregal, lo que había enfurecido al cámara, más preocupado
de que el retraso al cambiarme le robara la luz de la mañana. Contemplaba todo
como un espectador narcotizado, con la esperanza de que no fuera más que un
sueño. Sin embargo, mi conciencia no estaba adormecida. Andrew Bowley, de 42 años. Nacido en Birmingham.
Un año y medio atrás, los milicianos del Estado Islámico me secuestraron en
la aldea Siria en la que trabajaba como cooperante, prestando auxilio médico a
la castigada población local. Nunca pensé que aquello fuera a ocurrir. De
haberlo sabido, habría huido de allí sin dudarlo. Nunca fui un héroe. Había
oído hablar de la crueldad de los yihadistas del IS, pero por entonces aún no
habían grabado ninguna decapitación, mostrando al mundo toda su barbarie.
Con la poca lucidez que me dejaban los sentidos, recordé las noches en
España con Aurora. Su cuerpo desnudo y su piel cubierta por la sal. Su olor
salvaje y la brisa del mar meciendo su cuerpo con el mío. Sus gemidos y el olor
a vino. También la despedida, justo antes de partir hacia Damasco. Apenas unas
lágrimas llenas de promesas.
Maldije mi suerte. Tenía miedo de que ese cuchillo fuera demasiado pequeño como para errar al cortarme de cuajo la cabeza. También temía que fuera su primera vez. Quería morir rápido. No sabía si iba a gritar o a implorar clemencia. No sabía para quién sería mi último pensamiento. Quizá para Aurora, quizá para mis padres. Quizá no hubiera un último pensamiento sino solo pánico. A pesar de las drogas, mi corazón latía desbocado, lo notaba palpitando casi en mi garganta.
Maldije mi suerte. Tenía miedo de que ese cuchillo fuera demasiado pequeño como para errar al cortarme de cuajo la cabeza. También temía que fuera su primera vez. Quería morir rápido. No sabía si iba a gritar o a implorar clemencia. No sabía para quién sería mi último pensamiento. Quizá para Aurora, quizá para mis padres. Quizá no hubiera un último pensamiento sino solo pánico. A pesar de las drogas, mi corazón latía desbocado, lo notaba palpitando casi en mi garganta.
Pensé en que el hombre que me iba a matar pudo haber sido compañero mío en
el colegio. En que pudimos habernos cruzado alguna vez por las calles de
Birmingham. Centenares de yihadistas eran de origen británico. Se habían criado
con nosotros, compartiendo los juegos infantiles en el parque. Siempre me
habían extrañado sus madres. Tapadas con el velo, con ropas negras de otro
siglo, parecían congeladas en el tiempo de no ser por las zapatillas deportivas
que calzaban.
No se relacionaban con nadie y solo hablaban entre ellas, a pesar de que
los mejores amigos de sus hijos fueran blancos. Con el tiempo, ellos también
dejaron de hablarnos y solo se les veía en grupos, apartados del resto de la
clase. El sueño de la integración se había evaporado con escasas excepciones,
pese a todos los beneficios sociales de que disfrutaban sus familias.
Quizá incluso llegué a compartir un abrazo con mi asesino en las gradas del
Villa Park, celebrando un gol del otro gran amor de mi vida, el Aston Villa, y
compartimos unas pintas tras el partido en algún pub.
El piloto rojo de la cámara se encendió. El verdugo levantó mi cabeza y se
pegó a mi espalda. Sentí su aliento. Me oriné sin remedio en cuanto me tocó.
Era la tercera vez.
A una orden, puso el cuchillo en mi cuello. No grité. Ese hijo de puta iba a acabar conmigo.
A una orden, puso el cuchillo en mi cuello. No grité. Ese hijo de puta iba a acabar conmigo.
-Hazlo ya, supliqué en un susurro imperceptible.
Nunca pensé que moriría bajo un sol radiante. Sentí el filo en la piel.
Debí casarme con Aurora y tener hijos. Me arrepentí de no dejar nada tras de
mí, un legado.
No era mi hora. Duró un par de segundos.
(En memoria de David Cawthorne
Haines, cooperante ejecutado por el “estado islámico” y
de todas las víctimas de la barbarie).
Por HUMBERTO MONTERO. Publicado el 16 de septiembre
de 2014
http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/E/el_abrazo_de_mi_asesino/el_abrazo_de_mi_asesino.asp
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