La obsesión de la medicina moderna por prolongar la existencia puede
recortar la libertad de las personas en la última fase de sus vidas.
Joseph Lazarov padecía un cáncer de próstata incurable. Un día su pierna se
paralizó y fue hospitalizado. La enfermedad se había extendido a la columna.
Pese a que no existía la posibilidad de una recuperación razonable, que le
permitiera una calidad de vida aceptable para él, quiso someterse a una
operación de alto riesgo para extirpar la creciente masa tumoral. “No deis mi
caso por perdido”, suplicó a los médicos.
La intervención fue técnicamente perfecta. Pero supuso el detonante de
decenas de molestas y dolorosas complicaciones (fallos respiratorios,
infecciones, coágulos, hemorragias…). El paciente, de sesenta y tantos años,
pasó sus últimas horas postrado en una cama en una fría sala de cuidados
intensivos, entubado. Todo salió mal. Murió 15 días después. “Le torturamos
durante dos semanas, y luego murió; pasara lo que pasara, lo cierto es que no
podíamos curarle”, reconoce Atul Gawande, uno de los cirujanos que le atendió,
hace ya una década.
El paciente no estaba preparado para morir, ni sus médicos supieron cómo
hablar con él sobre la verdad de su estado, a pesar de que las consecuencias de
la operación eran muy previsibles. “Aprendí muchísimas cosas en la facultad,
pero la mortalidad no figuraba entre ellas. Nuestros libros no decían casi nada
sobre el envejecimiento.
A nuestro modo de ver, y al de nuestros catedráticos, el objetivo de la
enseñanza de la medicina era que aprendiéramos a salvar vidas, no a cómo
ocuparnos de su final”, afirma Gawande, también profesor de Harvard, en la
introducción de Ser mortal, la medicina y lo que importa al final (Galaxia Gutenberg).
El libro, publicado en España el mes de marzo, refleja uno de los grandes
debates actuales: el papel de los médicos en un mundo en el que cada vez más
gente vive hasta bien entrada la vejez.
Los importantes avances registrados en medicina en el último siglo han
proporcionado gran parte de la humanidad una existencia mejor y más larga. En
1790, las personas de 65 años o más suponían menos del 2% de la población en
Estados Unidos; hoy son el 14%. En Alemania, España, Italia y Japón, rondan el
20%. China se ha convertido en el primer país del mundo con más de 100 millones
de personas ancianas. Y las cifras van en aumento. Pero existe cierto consenso
en que, en más ocasiones de las deseadas, se llevan demasiado lejos los
intentos por prolongar la vida y se habla poco con el paciente sobre sus
preferencias.
La definición de cómo debe ser la última parte de nuestra existencia está
en el centro de un intenso debate. Frente a la creencia de que vivir muchos
años suele dar la felicidad, cada vez se pone más el énfasis en que no todos
aspiran a batir marcas de longevidad. “Somos criaturas mortales, con cada vez
menos salud, y debemos aspirar a tener la mejor vida posible hasta el final. La
medicina debe ayudar en ese proceso. Hemos medicalizado la última fase de la
vida, que cada vez dura más años. La gente tiene más objetivos aparte de vivir
más”, explica Gawande en una entrevista telefónica desde Boston, donde vive y
trabaja.
¿Morir en casa o en el hospital? ¿Reanimación en caso de parada
cardiorrespiratoria? ¿Suministro de antibióticos si se detecta una infección,
pese a que se trate de un enfermo terminal o de muy avanzada edad? ¿Afrontar
los riesgos asociados a una operación o vivir fuera de un hospital los últimos
meses? ¿Vivir menos pero con mayor calidad de vida o ir tirando? Las respuestas
son extraordinariamente personales y únicas y deben de ser respondidas. Iona
Heath es una de las profesionales de la salud que han analizado las
repercusiones de la negación de la muerte para el paciente.
En un libro de referencia en este tema, Ayudar a morir (Katz Editores), la
médica británica cita un estudio esclarecedor al respecto, realizado en Estados
Unidos entre pacientes con cáncer avanzado y demencia avanzada: en el 24% de
los casos se intentó reanimar al moribundo, mientras el 55% de los pacientes
con demencia murieron con los tubos de alimentación. “Uno de los encuentros más
desafortunados de la medicina moderna es el de un anciano débil e indefenso,
que se acerca al final de su vida, con un médico joven y dinámico que comienza
su carrera”, explica la doctora de familia.
Uno de los efectos del enorme avance científico es que la muerte se ha
trasladado a los hospitales. La gente fallece rodeada de máquinas y de
profesionales sanitarios a los que no conoce. En 1995, la mayoría de los
fallecimientos en Estados Unidos se producían en el domicilio; en los ochenta,
solo el 17% de los casos. La tendencia en Europa es similar. “La medicina
actual ha convertido las vidas cortas y las muertes rápidas del pasado en unas
vidas largas y unas muertes lentas”, según el psicólogo Ramón Bayés, profesor
emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona de 84 años, y estudioso de la
salud (oncología, sida, envejecimiento y cuidados paliativos), que también ha
escrito sobre el tema. El problema es que la posibilidad de demorar el proceso
de morir se ha convertido, en muchos casos, en el objetivo a alcanzar.
Bayés cita un ejemplo de este cambio de paradigma: “Un campesino viudo que
durante su larga existencia ha vivido siempre en un entorno familiar físico y
afectivo le sobreviene un derrame cerebral y una ambulancia lo traslada con
rapidez a un gran hospital de la ciudad, donde muere solo, en un lugar extraño,
en ninguna parte”. Hace 50 años, casi con toda seguridad, habría muerto en
casa.
Cristina Galindo
http://elpais.com/elpais/2015/06/04/ciencia/1433408846_350341.html
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